Eran
cerca de las seis. Fui al bar a pedir una cerveza y me
tendí en una hamaca a tomar un poco el sol de la tarde.
Cuando me
trajeron la cerveza, me dirigí a la piscina pasando por el
jardín.
Era muy
bonito, lleno de césped, flores y grandes palmeras
repletas de cocos. El viento soplaba fuerte en la copa de
las palmeras, y las palmas, al moverse, hacían un ruido
parecido al fuego. Grandes racimos de cocos colgaban de
las ramas.
Había
muchas hamacas alrededor de la piscina, así como mesitas y
toldos multicolores; hombres y mujeres bronceados por el
sol estaban sentados aquí y allá en traje de baño. Dentro
de la piscina multitud de chicos y chicas chapoteaban,
gritando y jugando al waterpolo, un poco en serio y un
poco en broma.
Me quedé
mirándolos. Las chicas eran unas inglesas del hotel en que
me hospedaba. A los chicos no los conocía, pero parecían
americanos, seguramente cadetes navales llegados en un
barco militar que había anclado en el puerto aquella
mañana.
Llegué
hasta allí y me metí bajo un toldo amarillo donde había
cuatro asientos vacíos, me serví la cerveza y me arrellané
cómodamente con un cigarrillo entre los dedos.
Los
marinos americanos congeniaban bien con las inglesas.
Buceaban juntos bajo el agua y las hacían subir a la
superficie tomándolas por las piernas.
En aquel
momento distinguí a un hombrecito de edad, que caminaba
rápidamente por el mismo borde de la piscina. Llevaba un
traje blanco, inmaculado, y caminaba muy aprisa, dando un
saltito a cada paso. Llevaba en la cabeza un gran sombrero
de paja e iba a lo largo de la piscina mirando a la gente
y a las hamacas.
Se paró
frente a mí y me sonrió, enseñándome dos hileras de
dientes pequeños y desiguales, ligeramente deslustrados.
Yo
también le sonreí.
—Perdón.
¿Me puedo sentar aquí?
—Claro
—dije yo—, tome asiento.
Dio la
vuelta a la silla y la inspeccionó para su seguridad.
Luego se sentó y cruzó las piernas. Llevaba sandalias de
cuero, abiertas, para evitar el calor.
—Una
tarde magnífica —dijo—; las tardes son maravillosas aquí,
en Jamaica.
No estaba
yo seguro de si su acento era italiano o español, pero lo
que sí sabía de cierto era que procedía de Sudamérica, y
además se le veía viejo, sobre todo cuando se lo miraba de
cerca. Tendría unos sesenta y ocho o setenta años.
—Sí —dije
yo—, esto es estupendo.
—¿Y
quiénes son ésos?, pregunto yo. No son del hotel, ¿verdad?
Señalaba
a los bañistas de la piscina.
—Creo que
son marinos americanos —le expliqué—, mejor dicho,
cadetes.
—¡Claro
que son americanos! ¿Quiénes si no iban a hacer tanto
ruido? Usted no es americano, ¿verdad?
—No —dije
yo—, no lo soy.
De
repente uno de los cadetes americanos se detuvo frente a
nosotros. Estaba completamente mojado porque acababa de
salir de la piscina. Una de las inglesas le acompañaba.
—¿Están
ocupadas estas sillas? —preguntó.
—No
—contesté yo.
—¿Les
importa que nos sentemos?
—No.
—Gracias
—dijo.
Llevaba
una toalla en la mano, y al sentarse sacó un paquete de
cigarrillos y un encendedor. Le ofreció a la chica, pero
ella rehusó; luego me ofreció a mí y acepté uno. El
hombrecito, por su parte, dijo:
—Gracias,
pero creo que tengo un cigarro puro.
Sacó una
pitillera de piel de cocodrilo y cogió un purito. Luego
sacó una especie de navaja provista de unas tijerillas y
cortó la punta del cigarro puro.
—Yo le
daré fuego —dijo el muchacho americano, tendiéndole el
encendedor.
—No se
encenderá con este viento.
—Claro
que se encenderá. Siempre ha ido bien. El hombrecito sacó
el cigarro de su boca y dobló la cabeza hacia un lado,
mirando al muchacho con atención.
—¿Siempre?
—dijo casi deletreándolo.
—¡Claro!
Nunca falla, por lo menos a mí nunca me ha fallado.
El
hombrecito continuó mirando al muchacho.
—Bien,
bien, así que usted dice que este encendedor no falla
nunca. ¿Me equivoco?
—Eso es
—dijo el muchacho.
Tendría
unos diecinueve o veinte años y su rostro, al igual que su
nariz, era alargado. No estaba demasiado bronceado y su
cara y su pecho estaban completamente llenos de pecas.
Tenía el encendedor en la mano derecha, preparado para
hacerlo funcionar.
—Nunca
falla —dijo sonriendo porque ahora exageraba su anterior
jactancia intencionadamente—, le prometo que nunca falla.
—Un
momento, por favor.
La mano
que sostenía el cigarro se levantó como si estuviera
parando el tráfico. Tenía una voz suave y monótona; miraba
al muchacho con insistencia.
—¿Qué le
parece si hacemos una pequeña apuesta? —le dijo
sonriendo—. ¿Apostamos sobre si enciende o no su mechero?
—Apuesto
—dijo el chico—. ¿Por qué no?
—¿Le
gusta apostar?
—Sí,
siempre lo hago.
El hombre
hizo una pausa y examinó su puro y debo confesar que a mí
no me gustaba su manera de comportarse. Parecía querer
sacar algo de todo aquello y avergonzar al muchacho. Al
mismo tiempo, me pareció que se guardaba algún secreto
para sí mismo.
Miró de
nuevo al americano y dijo despacio:
—A mí
también me gusta apostar. ¿Por qué no hacemos una buena
apuesta sobre esto? Una buena apuesta —repitió
recalcándolo.
—Oiga,
espere un momento —dijo el cadete—. Le apuesto veinticinco
centavos o un dólar, o lo que tenga en el bolsillo;
algunos chelines, supongo.
El
hombrecillo movió su mano de nuevo.
—Óigame,
nos vamos a divertir: hacemos la apuesta. Luego subimos a
mi habitación del hotel al abrigo del viento y le apuesto
a que usted no puede encender su encendedor diez veces
seguidas sin fallar.
—Le
apuesto a que puedo —dijo el muchacho americano.
—De
acuerdo, entonces..., ¿hacemos la apuesta?
—Bien, le
apuesto cinco dólares.
—No, no,
hay que hacer una buena apuesta. Yo soy un hombre rico y
deportivo. Ahora, escúcheme. Fuera del hotel está mi
coche. Es muy bonito. Es un coche americano, de su país,
un Cadillac...
—¡Oiga,
oiga, espere un momento! —el chico se recostó en la hamaca
y sonrió—. No puedo consentir que apueste eso, es una
locura.
—No es
una locura. Usted enciende su mechero y el Cadillac es
suyo. Le gustaría tener un Cadillac, ¿verdad?
—Claro
que me gustaría tener un Cadillac —el cadete seguía
sonriendo.
—De
acuerdo, yo apuesto mi Cadillac.
—¿Y
qué apuesto yo? —preguntó el americano.
El
hombrecito quitó cuidadosamente la vitola del cigarro
todavía sin encender.
—Yo no le
pido, amigo mío, que apueste algo que esté fuera de sus
posibilidades. ¿Comprende?
—Entonces, ¿qué puedo apostar?
—Se lo
voy a poner fácil. ¿De acuerdo?
—De
acuerdo, póngamelo fácil.
—Tiene
que ser algo de lo cual usted pueda desprenderse y que en
caso de perderlo no sea motivo de mucha molestia. ¿Le
parece bien?
—¿Por
ejemplo?
—Por
ejemplo, el dedo meñique de su mano izquierda.
—¿Mi qué?
—dejó de reír el muchacho.
—Sí. ¿Por
qué no? Si gana se queda con mi coche. Si pierde, me quedo
con su dedo.
—No le
comprendo. ¿Qué quiere decir quedarse con mi dedo?
—Se lo
corto.
—¡Rayos y
truenos! ¡Eso es una locura! Apuesto un dólar. El
hombrecito se reclinó en su asiento y se encogió de
hombros.
—Bien,
bien, bien —dijo—. No lo entiendo. Usted dice que su
mechero se enciende, pero no quiere apostar. Entonces, ¿lo
olvidamos?
El
muchacho se quedó quieto mirando a los bañistas de la
piscina. De repente se acordó de que tenía el cigarrillo
entre sus dedos. Lo acercó a sus labios, puso las manos
alrededor del encendedor y lo encendió. Al momento,
apareció una pequeña llama amarillenta. El americano
ahuecó las manos de tal forma que el viento no pudiera
apagar la llama.
—¿Me lo
deja un momento? —le dije.
—¡Oh,
perdón! Me olvidé de que usted también tenía el cigarrillo
sin encender.
Alargué
la mano para coger el encendedor, pero se incorporó y se
acercó para encendérmelo él mismo.
—Gracias
—le dije. El volvió a su sitio.
—¿Se
divierte? ¿Lo pasa bien? —le pregunté.
—Estupendo —me contestó—, esto es precioso.
Hubo un
silencio. Me di cuenta de que el hombrecito había logrado
perturbar al chico con su absurda proposición. Estaba
sentado muy quieto, y era evidente que la tensión se iba
apoderando de él. Empezó a moverse en su asiento, a
rascarse el pecho, a acariciarse la nuca y finalmente puso
las manos en las rodillas y empezó a tamborilear con los
dedos. Pronto empezó a dar golpecitos con un pie, incómodo
y nervioso.
—Bueno,
veamos en qué consiste esta apuesta —dijo al fin—, usted
dice que vamos a su cuarto y si mi mechero se enciende
diez veces seguidas, gano un Cadillac. Si me falla una
vez, entonces pierdo el dedo meñique de la mano izquierda.
¿Es eso?
—Exactamente, ésa es la apuesta.
—¿Qué
hacemos si pierdo? ¿Deberé sostener mi dedo mientras usted
lo corta?
—¡Oh, no!
Eso no daría resultado. Podría ser que usted no quisiera
darme su dedo. Lo que haríamos es atar una de sus manos a
la mesa antes de empezar y yo me pondría a su lado con una
navaja, dispuesto a cortar en el momento en que su
encendedor fallase.
—¿De qué
año es el Cadillac? —preguntó el chico.
—Perdón,
no le entiendo.
—¿De qué
año..., cuánto tiempo hace que tiene usted ese Cadillac?
—¡Oh!
¿Cuánto tiempo? Sí, es del año pasado, está completamente
nuevo, pero veo que no es un jugador. Ningún americano lo
es.
Hubo una
pausa. El muchacho miró primero a la inglesa y luego a mí.
—Sí —dijo
de pronto—. Apuesto.
(Seguimos tras el salto, con el final del relato y sus adaptaciones cinematográficas)
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